Por María Emilia Caicedor
Para superar las condiciones por las cuales atraviesa el mundo en el que vivimos, lo primero que debemos hacer es encararlo; y es a través del noble trabajo de educadora / docente con el que yo cumpliré con esta responsabilidad. Recuerdo que mi motivación por la educación inició desde pequeña, cuando tenía aproximadamente 12 años. Acompañaba a mis hermanas menores a la guardería donde me colaba para ver las actividades que realizaban las maestras con los niños. Aprovechaba los momentos de Inservice de los profesores, en los días que los estudiantes no asistíamos a clase. Poco a poco empecé a involucrarme en el desarrollo de los ejercicios preparando material y ayudando a las profesoras en el proceso.
Actualmente, me encuentro en quinto semestre en la Universidad San Francisco de Quito, y durante este proceso he podido aclarar mis objetivos a mediano y largo plazo dentro del ejercicio profesional. Pretendo ser una herramienta más para un cambio, para que las personas se eduquen libres, transmitiendo amor, marcando una diferencia y permitiendo que haya una transformación en la sociedad.
Con mi madre compartimos el interés por esta profesión, y a menudo intercambiamos material académico para realizar nuestros trabajos e investigaciones. Es un anhelo de ambas trabajar en varios proyectos juntas. Al estar inmersa en el medio educativo, tanto por mis estudios universitarios como por el trabajo de mi mamá, he podido valorar y reconocer el rol fundamental que cumplen los docentes, puesto que todos hemos estado en las aulas recibiendo una clase, pero solo pocos son aquellos que realizan el ejercicio de construir el conocimiento junto con los estudiantes.
Poco a poco se ha ido forjando en mi mente un propósito para mi vida profesional: impactar en la individualidad de cada estudiante para que con libertad ellos puedan aplicar las ideas y el conocimiento impartido dentro del aula, dando importancia al valor de cada disciplina académica. Y en eso radica, desde la docencia, también valorar de forma integral la educación de todos los niños, niñas y adolescentes, puesto que a través de la misma se forjan a los ciudadanos que marcarán una diferencia y llegarán a ser los próximos desarrolladores de las nuevas tecnologías y el nuevo conocimiento. Esto implica, además, valorar una amplia variedad de los talentos y gustos de los estudiantes, y por supuesto, respetar y fomentar su individualidad en términos de desarrollo cognitivo, puesto que es vital edificar personas cuyas capacidades hayan sido desarrolladas, mas no un grupo con capacidades homogéneas.
Por otro lado, dentro de las prácticas profesionales he sido testigo de la importancia de fomentar los valores y principios desde la docencia. Como cristiana reconozco que, a través de este maravilloso trabajo, los profesores deben brindar amor, pues una buena educación resulta todo lo contrario al egoísmo. Ser docente no es simplemente llenar mentes “vacías”, es darse a los más pequeños para que ellos logren alcanzar diferentes metas, como seres auténticos y felices más allá de los logros académicos. Por otro lado, estoy segura de que Dios no nos juzga por nuestras capacidades ni por nuestras decisiones, el pasado, nuestras fortalezas o debilidades. Si Él no nos señala y valora nuestras diferencias, ¿por qué un docente debería etiquetar a sus estudiantes y buscar educarlos para que sean completamente iguales? Es mi responsabilidad brindar esa apertura y aceptación a los demás desde mi rol como educadora.
Mientras más conozco la realidad de los niños, tanto de instituciones públicas, así como privadas, más me aferro al principio de que cada estudiante resulta diferente el uno del otro, pero es el amor lo que nos sitúa en una misma condición. Por ejemplo, como docente no podría tener el mismo trato y aproximación con los alumnos, si vivimos diferentes realidades y nos encontramos en diferentes contextos. Uno de ellos quizás tenga a sus padres atravesando un divorcio, otro quizás acaba de mudarse, y otro quizás acaba de tener un hermanito; entonces esa individualidad y variedad de necesidades debe ser reconocida y abordada con respeto y amor, brindando empatía y esperanza.
Cabe recalcar que los grandes docentes son personas llenas de entrega y admiración por su profesión y por sus estudiantes. La buena educación es antónima del egoísmo, el fastidio y la tortura. Más bien, está llena de placer y libertad, tanto para los profesores como para los estudiantes. Los profesores admirables saben que si ellos aman lo que enseñan y lo que hacen, ese amor se contagia a sus estudiantes. Entendiendo a la educación desde esta óptica, no existe nada desagradable y, más bien, ser profesor es un honor.
Nuestro país necesita personas que estén convencidas y enamoradas de la profesión que decidan seguir sin importar los retos que se encuentren dentro de cada una, sobre todo en una profesión tan crucial y determinante como Educación. Un profesor al que no le brillan los ojos al pensar en su trabajo y en sus estudiantes, es alguien que todavía no se ha dado cuenta de la bendición que tiene de ser herramienta de cambio dentro de la vida de cada niño, niña y adolescente que pisa el aula de clase. Ecuador necesita docentes apasionados porque si bien “la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo” (Paulo Freire)
Este artículo fue originalmente publicado en la revista digital Montebello Insights, una publiación de Montebello Academy, en Quito Ecuador.